Recuerdo que, hace algunos años, al terminar un curso, un grupo de alumnos planteó celebrar una cena conmigo, a modo de despedida. Nos reunimos en torno a la mesa una veintena de personas y hablamos de muchas cosas. Pasamos revista a lo divino y lo humano. A los postres una alumna, hija de padres españoles, nacida y educada en Francia, por lo que tenía la doble nacionalidad francesa y española, hizo una afirmación que atrajo el interés de los reunidos. «Lo que más me llama la atención de los españoles es que siempre opinan de todo». Añadió que sólo, en contadas ocasiones, había oído a un español decir que no tenía opinión acerca de un asunto del que se estaba hablando. Afirmaba que eso era algo bastante habitual en Francia. Supongo que esto último que decía mi alumna es cierto, pero lo que estoy en condiciones de aseverar, sin el menor resquicio para la duda, es lo de que los españoles opinamos de todo.
Si juega la selección nacional de fútbol, todos somos seleccionadores, sabemos cómo ha de estar compuesto el equipo que va a saltar al campo y, por supuesto, cuál es la táctica que ha de emplearse para vencer al contrario. Si la conversación camina por derroteros políticos, algo bastante frecuente —pese a que un elevadísimo porcentaje de españoles asegura que la política es un asco—, la posesión de una cartera ministerial se nos queda pequeña. Asumimos el rol de presidente de gobierno y afirmamos, haciéndolo con no poca rotundidad, que determinado problema que está creando en ese momento serias dificultades somos capaces de resolverlo en cuestión de horas, a lo sumo en unos cuantos días. Si se trata de someter a examen una sentencia judicial, son muchos los que se embuten una toga con puñetas y opinan sobre su bondad o maldad —generalmente se decantan lo segundo— y se le enmienda la plana a una Sala compuesta por varios magistrados del Tribunal Supremo, sin haber leído la sentencia y no tener conocimiento de la legislación aplicable que ha conducido a ella. Pedimos, últimamente a voz en grito en la calle agitando pancartas, que se modifique la pena impuesta.
Hay quienes sientan cátedra sobre el mundo de los toros y la tauromaquia, sin haber pisado una plaza de toros en toda su vida. Somos muchos los que tenemos un arsenal de medicamentos, verdaderas farmacias, en nuestros hogares porque somos muy dados, además de a la automedicación, a recomendar determinados tratamientos, cuyas virtudes ponderamos como si fuéramos expertos galenos, a amigos, conocidos y vecinos. En el terreno de la farmacopea recetamos sin complejos, incluso más que los, ahora bastante remisos con el recetario, licenciados en Medicina y Cirugía. Los ejemplos podían multiplicarse a muchos otros asuntos que, sin duda están en la mente del lector.
Como quiera que opinar es una práctica que se realiza sin costo alguno, es completamente gratuita, y por añadidura se ha extendido la idea de que toda opinión, incluso cuando se trata de una imbecilidad absoluta, es digna de ser respetada, los españoles seguimos opinando de todo. Como yo, que lo hago desde esta columna, aunque no de todo.
En este tiempo que nos ha tocado vivir cualquier opinión tiene su altavoz en las redes sociales lo que supone un plus añadido a una práctica que es inveterada en un elevado porcentaje de españoles.
(Publicada en ABC Córdoba el 25 de agosto de 2018 en esta dirección)